Alegoría del taller

Marla Zárate

ESTRIDENCIAS Y ARPEGIOS (I)

Se encontraron en la quinta nube, en uno de esos cruces esporádicos que reunía a dioses de diversas culturas. Pan se presentó con los ojillos chispeantes, animados por una de sus ocurrencias. Eris le recibió de mal humor, como de costumbre, pero el semidiós de los rebaños y las brisas no se inmutó; de sobra conocía el belicoso carácter de esta otra hija de Zeus.

—He pensado —declaró el hombre-cabra mientras acariciaba su flauta entre las manos— enseñar a mortales de todas las edades y colores la música de las esferas celestiales.

—Absurdo —le espetó Eris sin meditarlo un segundo—. Ya sabes que los humanos son medio sordos para las tonalidades divinas. Cuéntales las hazañas de nuestro padre y con eso les basta. En cualquier caso, solo se te acercarán viejos ociosos… Si mis palabras no te convencen —añadió ante el gesto de Pan incomodado—, atendamos el consejo del sabio extranjero Jano.

El recién llegado sonrió con uno de sus dos perfiles y, por supuesto, le siguió la corriente a la diosa de la discordia. —Eso no se aprende —sentenció el romano, y Pan sospechó de inmediato que la otra cara de Jano esperaría de Eris una futura recompensa a su alianza.        

La ayudante, Hebe, llenó las copas de vino y las repartió entre los asistentes: —No quiero desanimarte, Pan, pero yo conozco bien a los seniles y a los jóvenes; estos últimos no te escucharán.

Seshat, la protectora egipcia de los libros, apuró su bebida e intervino con uno de aquellos enigmáticos discursos suyos para evitar tomar partido: —Lo que cuenta es la relación entre quien llama y quien abre y cierra las puertas del Templo al que la humanidad acude.

A Pan le entraron ganas de embestir a todos con sus cuernos curvados. Él solo había participado un deseo, con ilusión; no pedía el permiso de nadie. Se dirigió al santuario y sopló un par de notas al oído de la sacerdotisa virgen.

—Qué dulce sonido —se le escapó a ella—. Ese fue todo el incentivo que Pan necesitaba. Regresó a su bosque y comenzó a espirar su aliento en sus tubos de madera, emitiendo una melodía de reclamo. Al poco, subieron desde el llano gentes con instrumentos musicales, tantas que Pan hubo de detenerse para no congregar a demasiados. Se sentaron a su alrededor en una elipse, atentos a sus bellas resonancias, pero aún no se atrevían a acompañarle. Cuando el son cesó, volvieron a sus casas. Pan repitió la maniobra y los mortales acudían una y otra vez a la cita, mayores y zagales, expertos y bisoños. A Eris, Jano, Hebe y Seshat no les quedó otra que felicitar a Pan con mensajes muy breves en los que se transparentaba el desagrado por reconocer sus errores.

Poco antes de la primavera, cuando Pan ya planeaba comenzar una sinfonía, se desató una tormenta inusitada, con rayos fulminantes y truenos tan ensordecedores que cundió el pánico. Los seres terrenales se refugiaron en cuevas a lo largo y ancho de la ladera montañosa, temblando en solitario. ¡Se les había arruinado el festejo antes incluso de empezarlo!, pero la parte caprina de Pan se le impuso. Decidió resoplar con más gracia y fuerza que nunca. De pronto, se le unió una trompeta en la distancia, luego una cítara antigua, dos violines conjuntados —el primero con notas más agudas y el segundo con un toque poético—, una armónica, un clarinete, una bandurria, un acordeón con cien matices, unos timbales chispeantes, una delicada arpa, un violonchelo de reservada cadencia… Con Pan, aquellos singulares músicos, únicos y diferenciados, guardaban con gusto, sin embargo, la armonía del colectivo y consiguieron elevar sus hermosos acordes, por encima de la amenazante tempestad, hasta el mismísimo Olimpo.

CRÓNICA DE PAN (II)

Pan llevaba meses y meses animando con su flauta la maravillosa orquesta que se había formado a su reclamo con instrumentos variopintos. Una tarde sus músicos le convocaron, bajo falsos pretextos. “¿Qué se les habrá ocurrido a estos humanos creadores tan peculiares?” —se preguntaba, intrigadísimo.

Vio desde lejos un trío ya aguardándole. Los saludó agitando una pezuña. Imaginaba sus sonrisas, amplias como la suya misma, ocultas bajo pequeñas máscaras protectoras del peligro que llevaba amenazándoles más de un año. En solo unos minutos llegó otra media docena, todas féminas alegres, irradiando belleza.

Ya iban a empezar su concierto cuando, de golpe, sintieron unos pedruscos helados atacándoles desde el cielo. “Esto es obra de Eris, la discordante, que seguro anda por ahí con su socio de fechorías, Jano, el de la doble cara, tratando de aguarnos otra vez la fiesta” —pensó de inmediato Pan. Solo unas semanas antes había sostenido una discusión con ambos, al recordarles su promesa de permitir a sus músicos interpretar sus melodías para todos los amigos del inmortal Enki, que enseñó a los sumerios la escritura cuneiforme. Jano había argumentado que solo la cumplirían si ellos los presentaban bajo su tutela, mientras Pan debía esconderse detrás de una roca, y que si no se agazapaba, enmudecerían a todos. Eris le apoyó en sus amenazas. Entonces el Fauno se enojó de tal manera que se marchó jurando no entonar nunca más una balada en su presencia.

Aquí estaba la venganza de esos envidiosos: las hirientes bolas arrojadas obligaron a Pan y las mujeres a refugiarse bajo las ramas enormes de unos castaños. La lluvia arreció; sacaron unos cuantos paraguas. Los regueros por la tierra bajo los árboles se ensanchaban más y más, inundándoles los pies, pero ellas, en lugar de huir y dispersarse, se juntaron en círculo en torno al hombre-cabra y se lanzaron a cantarle un himno, al que se unieron algunos espontáneos por los alrededores. Pan ya no se acordaba de sus enemigos. Solo podía sentir el alma henchida de contento.

La lluvia no cesaba. Las valientes decidieron ignorar las inclemencias como habían hecho en el pasado. Empezaron a sacar presentes para Pan: una gran tarjeta con su imagen tocando en armonía, que contenía mensajes de cariño para su conductor. Él se esforzó porque no se le encharcaran los ojos, además de las patas tan mojadas. Luego le entregaron un hermoso libro de pastas duras, con unas letras blancas donde se daba cuenta de todas sus andanzas. El pobre Fauno no cabía en sí de gozo. Trataba de cubrir en su pecho peludo sus obsequios, para que las gotas furibundas no los empaparan.

Decidieron salir a la carrera, bajo el continuo aguacero, cruzando lo que ya era casi un arroyo turbulento, hasta guarecerse bajo la techumbre de unas chozas abiertas. La benjamina, su limpio clarinete, exclamó: —¡Y ahora faltan los regalos!

Pan rio, creyendo naturalmente que bromeaba. Hete aquí que no, que aún tenían otros dos paquetes: una botella de vino de las altitudes, para solazarse con Dionysos en una velada, y un hermoso echarpe de seda, para que no se enfriara al recoger por la noche a sus rebaños.

Por fin el chaparrón amainaba. ¡Habían vencido a la tormenta con su cálido afecto! Pan, con el corazón abrumado de gratitud y felicidad, inició la retirada anunciando que regresaría con nuevas partituras. De camino a su morada, calado hasta los huesos, aún se maravillaba de tanta recompensa por su amor incansable a los nobles seres humanos.